domingo, 29 de junio de 2008

no lo miro a los ojos

No lo miro a los ojos. Trato de mirar siempre en otra dirección; sus rodillas, sus dedos, la mancha café en la pared que aparece y desaparece cada vez que él se mueve.

No lo miro a los ojos. El índice de su mano izquierda recorre lentamente la línea de mi cuello, su mano derecha sostiene mi muñeca izquierda, y allí en la presión que vuelve rosados mis dedos, concentro mi atención.

Escucho el aire entrando por su nariz, escucho también cuando sale más lentamente que al inhalarlo, y trato de escuchar mi propia respiración. Pero no lo consigo.

No lo miro a los ojos. Su índice izquierdo sigue recorriendo la línea absurdamente frágil y desproporcionada de mi cuello. Sube y baja lentamente, y no hace más que esto.

En los blancos nudillos de su mano, se dibujan rotundas tres colinas pequeñísimas. Tres colinas que oscilan mientras presiona mi muñeca. De esas tres colinas, una mezcla de café y jabón emana suave y constante. Se mete por mis fosas, me obliga a respirar más despacio, a cerrar los ojos, y no querer volver a abrirlos nunca.

No lo miro a los ojos, pero lo escucho claramente. Escucho la pausa en sus palabras, el golpe de sus suelas contra el piso, el desorden de su pelo. Y pienso en lo que puede suceder cuando se haya ido.

Cuando se haya ido, habrá un pequeño hundimiento en el colchón, arrugas largas y hermosas sobre las sábanas, un poco de sol que entra desde la parte alta de la ventana. Habrá un chirrido acompasado y leve, que los goznes de la puerta cantan cuando está entornada. Habrá marcas de agua fresca en el piso, que el gato beberá despacio y con los ojos cerrados, luego de haberme mirado desde la puerta, olfateado el ambiente y entrado como pidiendo permiso para hacerlo.

Habrá bellísimas partículas de polvo bailando en esa luz que calienta un pedazo de la cama, e imaginaré que entre ellas estoy yo aún sin aliento y con la cara lívida. También habrá sobre mi cabeza una espada pendiendo del techo, tres colibríes que aletean descarados y macabros; y un silencio gigantesco, abominable y despiadado rondando por toda la habitación.

Ese silencio gigantesco, abominable y despiadado empezará a sobrevolar todos los muebles, ropas, libros y trastos en el cuarto. Crecerá aún más y me aplastará la cara como una almohada de cuatro quintales. Yo, cuan largo y delgado soy, me hundiré para siempre en la dulce línea que la duda me ofrece desde la oscuridad. En ella andaré perdido, caminando sin zapatos, sin camisa, sin ojos ni ideas. En ella esperaré inútilmente a que el gato maúlle, las partículas de polvo caigan o los goznes de la puerta revienten. Pero, obviamente, nunca tendré esa suerte, y una vez más moriré con las manos atadas a la espalda, amordazado y sediento de certezas.

Así que decido mirarlo a los ojos. Directa y abiertamente. No más manchas en la pared, no más rodillas, dedos, ni nudillos. Sólo sus meros ojos.

En ellos se asientan inexpugnables dos cuervos espléndidos. Me miran de regreso con calma y concupiscencia. Sonríen, ríen y vuelven a sonreír. Cantan, en un perfecto inglés británico, una canción de cuna que me recuerda el silencio del mar. Trato de ignorarlos y de escuchar las palabras un tanto rotas que salen de la boca de él. Pero no lo consigo.

Entonces lo beso. Rodeo su cuello con un brazo y me cuelgo de sus labios por un momento. Lo beso otra vez. Y mi mano derecha se escurre entre las almohadas y encuentra la navaja de mango rojo.

Ahora siento el calor maravilloso de su sangre abrazando mis nudillos.

jueves, 12 de junio de 2008

23 pequeñas abejas

El agua de la piscina solo llega hasta los tobillos: o el suelo está elevándose o este es un sueño romano. La hojarasca flota debajo de las moscas, las lleva de un extremo a otro y ellas, divertidas y soberbias, sacuden sus miles de ojos de izquierda a derecha. El agua se torna más verde aún, hay un cierto sentido en sus oleajes, y su misterio se vuelve público. Ya no te dejo beberla más, más bien recojo tus cabellos y los aparto de mi boca, tres de tus dientes han empezado a brillar, tienes los ojos en blanco y me asusta tu silencio.

Te beso, recojo tu brazo –amoratado ya- y lo cruzo sobre mi nuca, te vuelvo a besar, de las orejas te salen veintitrés pequeñas abejas, zumbando de miedo. Las mato a todas de un zarpazo. Me arrastro hasta el filo, te arrastro conmigo, empiezas a reír y yo respiro aliviado, mientras el agua vuelve a subir de nivel. Abres los ojos, más bien, los traes de vuelta y me increpas el tiempo y las aguas.

Yo, confiado en mi pericia, en mi encanto, te miro altivo, te ignoro y te digo que he matado las abejas que estaban habitando tu cabeza, que deberías agradecérmelo y construirme un barco gigante de color rojo. Tú, con el pelo aún goteando agua, sonríes agradecido. Me besas, me abrazas, me pones las manos en el cuello y empiezas a apretar con fuerza.

El cielo se pone negro, gris más bien, con unas nubes redondas y arreboladas que me recuerdan las faldas que usaban las gemelas Pacheco en la escuela. El aire se engorda, se engorda tanto, como si hubiera estado a dieta de pasta y lácteos… se engorda tanto que parece que dos elefantes entraran por mi nariz. Quiero cerrar los párpados y dejar de ver hacia arriba, quiero dejar de ver el cielo gris y morir suavemente entre tus manos.

Te das cuenta de que eso es lo que quiero, y me sueltas. Yo lloro un poco. Ríes, empiezas a cantar… no, a tararear una melodía que no existe, que te has inventado para apaciguar los nervios.

Te sacudes el agua del pelo, me salpicas la cara y me obligas a sacar las piernas de la piscina, me pides que te perdone. Yo digo “vale”. Vuelves a hundirte en el agua, nadas unos trece o catorce largos. Saltas fuera, corres alrededor de las baldosas y te detienes frente a mí. En el ambiente ha empezado a correr un tinte amargo, y los dos oteamos el horizonte, abrazados.

“Huele extraño” dices. “Es verdad” digo. Empezamos a bailar como cosacos, con los brazos apoyados sobre nuestros hombros. Tarareamos esa tonada inexistente, la mejoramos de hecho, y caemos sobre la hierba húmeda, casi borrachos de tanta música absurda.

El olor amargo ha seguido cayendo suave sobre nuestras cabezas. Me recuerda demasiado a la leche cortada. Te lo digo y vuelves a reír y a apretarme el cuello. Yo vuelvo a ver el cielo gris y las nubes que parecen la ropa de las Pacheco. Me sueltas y vuelvo a llorar por no poder morir entre tus manos.

Ahora el olor a leche cortada se ha metido hasta en el agua de la piscina y, desde ahí, vuelve a emerger más amargo todavía. Me dices “mejor nos vamos”. Te digo “vale”.

Empezamos a correr, a correr sin mirar hacia atrás, como dos jabalíes en estampida, como dos ladrones de poca monta, con los ternos de baño por única vestimenta. Reímos, no paramos de correr, ni de reír. Pero el viento ahora tiene también el maldito olor a leche cortada, a muerte inminente y podredumbre; y nos rodea implacable. Me abrazo a ti, te digo “hasta aquí llegamos”, dices “creo que sí, amor”. Al decirlo, de nuestras bocas vuelven a salir veintitrés pequeñas abejas que vuelan despavoridas hacia el sur. El amargo aire nos envenena los pulmones sin remedio.